Resulta un magro consuelo confirmar que lo pronosticado ha acabado por hacerse realidad. Las verdades incómodas suelen recibirse con escepticismo porque por lo general es más agradable seguir a la mayoría en lugar de empeñarse en ver intenciones perversas en lo que todo el mundo percibe como algo positivo nacido, además, de un propósito loable.
Pero a veces, basta con saber leer –ni siquiera entre líneas- y tener bien afinada la alarma antitotalitaria, para darse cuenta de lo evidente.
Eso ha ocurrido con las leyes LGTBI. Su intención aparente ha sido la de defender a un colectivo tradicionalmente discriminado y objeto de persecución a lo largo de la historia -¿quién, con un mínimo de sensibilidad, puede oponerse a ello?-. Pero una simple lectura de cualquiera de las leyes aprobadas en las distintas CCAA nos lleva a una serie de reflexiones bastante obvias, pero sólo en el caso de que hagamos esa lectura con la mente abierta y sin asomo de autocensura.
La primera cuestión tiene que ver con un concepto que, por desgracia ha sido asumido por las más altas instancias judiciales e incluso por la Defensora del Pueblo: la discriminación positiva. Un estado de necesidad justificado sólo políticamente basta para que un principio constitucional, tan sagrado como es el de la igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley, sea obviado sin oposición alguna. Del mismo modo que la guerra deja en suspenso o elimina algunos derechos fundamentales en nombre del estado de excepción (la libertad de expresión o de reunión, por ejemplo) el juicio meramente político de que un conjunto de personas, – a las que se engloba en un colectivo-, son más vulnerables que el resto de los ciudadanos, lleva a suspender algunos de los derechos del resto y rompe además, el principio de igualdad ante la Ley.
Por otro lado, al englobar en un colectivo a sujetos que, en tanto en cuanto ciudadanos gozan de todos los derechos que les son inherentes a esa condición, se les discrimina (aunque en apariencia sea positivamente) en nombre de otra condición –la sexual- por la que, del mismo modo que ocurre con la raza, el sexo o el origen, no deberían ser jamás tratados de manera diferente.
Pero esa discriminación positiva a la que aludimos, y la desigualdad que ella supone, no es la única excepcionalidad que estas leyes muestran. La libertad de expresión queda limitada en nombre de un constructo subjetivo y, por tanto, indefinido, al que se denomina “delito de odio” o “de incitación al odio”. Como la “blasfemia” en la sharia, se trata de un crimen sujeto a la discrecionalidad de quien considera qué conductas se ajustan o no al mismo (porque es la intención, incluso el íntimo propósito el que se denuncia), pero es que además, esa discrecionalidad se extiende a las sanciones que la comisión de esos delitos comportan. Por tanto, hablamos no sólo de la desigualdad de los ciudadanos ante la ley sino de una clara y palpable inseguridad jurídica impropia de un país democrático.
La histeria desatada por el autobús de HazteOir ha puesto en evidencia este hecho y quizás haya sido la mejor manera de mostrar a la gente corriente el alcance de estas leyes. Señalar lo obvio se convierte en un “delito de odio” y eso, para el común de los españoles resulta, cuanto menos, risible. Es cierto que lo deseable sería que en lugar de tomárnoslo a broma, fuéramos conscientes de lo que la reacción desatada se basa en algo más que el rechazo de un colectivo o en una opinión que pueda ser rebatida con mayor o menor fortuna. Lo grave es que esa reacción tiene como sustento una ley que convierte en delito lo que antes sólo sería objeto de controversia.