Compartimos el texto íntegro y algunas fotos de la conferencia que impartió D. Antonio María, Cardenal Rouco Varela, presentado por D. Juan Velarde, Presidente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre «La crisis del alma».
“La Crisis del Alma”
Conferencia del Emmo. y Rvdmo. D. Antonio Mª Cardenal Rouco Varela, Arzobispo E. de Madrid
2.VI.2015; 20,15h.
I. INTRODUCCION
- El día 29 de junio del año 2009, quinto año de su Pontificado, S.S. Benedicto XVI publicaba su muy esperada Encíclica sobre la cuestión social titulada “Caritas in Veritate” cuando ya había estallado la crisis financiera en la Banca de Nueva York con repercusiones no sólo en el mundo de las finanzas y en “todas sus plazas” sino, además, en las economías de todos los países del planeta con repercusiones sociales y políticas en todas sus áreas geográficas, sin excluir a “la Unión Europea”. Algunos de sus Estados-miembros se vieron afectados muy dolorosamente; entre ellos, España. Sus efectos negativos -por ejemplo, sobre la oferta de trabajo- perduran y la complejidad de los factores que subyacen al proceso que la ha desencadenado están más a la vista. Trascienden el plano de la pura teoría financiera y económica y de las estructuras sociológicas y políticas hasta llegar a los aspectos más determinantes de la realidad cultural y espiritual e, incluso, de la más sencillamente humana de nuestras sociedades de viejas raíces cristianas y/o de un humanismo laico alimentado por la tradición racionalista de la Ilustración. Desde su momento inicial hasta hoy mismo no se ha dejado de plantear la pregunta por sus causas en los más diversos foros en los que se debaten los problemas relacionados con la vida pública y muy significativamente en la conversación de todos los días: entre los amigos, los compañeros de trabajo, los vecinos…; y naturalmente también en el ámbito más privado de las familias. La cuestión, por lo demás, ha estado muy presente en el Magisterio Pontificio de los últimos seis años como un reto de primera magnitud para toda la Iglesia.
- En su Encíclica. Benedicto XVI apuntaa una causa última del todo singular y, sin duda, muy llamativa para el observador que al analizar la crisis fija su atención en sus aspectos más visibles y, por ello, más accesibles a la reflexión socio-política. El diagnóstico del Papa, como veremos, resulta poco común. Su hondura intelectual es solamente explicable por “la sabiduría” típica del que se acerca a la realidad del hombre para comprenderlo y esclarecerlo con la razón iluminada por la fe. Pensada como un acto de Magisterio Pontificio actualizador de la doctrina social de la Iglesia, la Encíclica se escribe con la intención de conmemorar el 40º Aniversario de la Encíclica “Populorum Progressio” de Pablo VI, a la que el Papa Benedicto XVI le atribuye una importancia histórica para su desarrollo teológico y pastoral a finales del siglo XX (avistando ya el cambio de siglo y de milenio) similar a la que se le ha venido reconociendo a la Encíclica “Rerum Novarum” de León XIII de 15 de mayo de 1891 respecto a la coyuntura histórica extraordinariamente crítica de finales del siglo XIX y de inicios del nuevo siglo, el siglo XX, marcada por lo que se llamaría luego la “cuestión social”. Esa intención primera que da origen a la iniciativa del nuevo texto pontificio, y que guía su elaboración, queda, sin embargo, decisivamente condicionada por la irrupción de la crisis económico-fianciera iniciada en el verano del 2008 y por su consiguiente incidencia en el planteamiento de la problemática socio-económica y socio-política a la que la nueva Encíclica quería responder desde la visión cristiana del hombre y del mundo. Dice así el pasaje de “Caritas in Veritate” al que nos estamos refiriendo: “El problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual, porque el hombre es <<uno en cuerpo y alma>> (GS, 14), nacido del amor creador de Dios y destinado a vivir eternamente”[1].
- Pongamos en el texto citado del Papa Benedicto XVI donde dice “desarrollo” la expresión “solución de la crisis” y nos encontraremos inmersos, de lleno, en la cuestión que nos ocupa: ¿subyace a la situación crítica en que se encuentran nuestras sociedades, las europeas, sin excluir la española, una crisis del alma? Ya el Papa Pio XI en su histórica Encíclica “Quadragesimo Anno” de 15 de mayo de 1931 la concluye apelando a la necesidad de una reforma moral y espiritual de las personas y de las instituciones al enfrentarse cuarenta años después de la “Rerum Novarum” con la persistencia socio-política de “la cuestión social” y con la inquietud popular que suscita. La Encíclica se hacía pública apenas transcurridos dos años desde el conocido como “viernes negro” de octubre de 1929 en la bolsa neoyorquina, preludio de una de las más grandes, largas y duraderas crisis de la economía mundial en los siglos XIX y XX. Después de una larga y concreta exposición de los criterios éticos y morales para hacer posible el avance en el camino ya iniciado de la superación política y jurídica de “la cuestión social” -cuestión que se presentaba cada vez más exclusivamente como “la cuestión obrera”, pendiente todavía de una solución socio-jurídica y económica, realista y suficientemente satisfactoria-, el Papa advierte que sólo se logrará finalmente por la vía de la reforma moral: “Cuanto hemos enseñado sobre la restauración y perfeccionamiento del orden social no puede llevarse a cabo, sin embargo, sin la reforma de las costumbres, como con toda claridad demuestra la historia”. Andar el camino de la reforma moral de todos los actores sociales precisaba, además, de recursos espirituales y, más concretamente, del de la caridad: “la verdadera unión de todo en orden al bien común único podría lograrse -según Pio XI- sólo cuando las partes de la sociedad se sientan miembros de una misma familia e hijos de un mismo Padre celestial”. “Únanse, por lo tanto -exhorta el Papa- todos los hombres de buena voluntad… [haciendo] algo por esa restauración cristiana de la sociedad humana… no se busquen a sí mismos o su provecho, sino los intereses de Cristo… para que en todo y sobre todo reine Cristo, impere Cristo…”[2]. En la misma línea de llegar al fondo moral y espiritual de los problemas y de los retos socio-políticos que se presentan con insoslayable urgencia histórica, se pronuncia San Juan Pablo II en su Encíclica “Centesimus Annus” de 1 de mayo de 1991 publicada igualmente apenas dos años más tarde de la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, abriendo un capitulo de historia contemporánea (especialmente de la de Europa) inesperado y, por muchas razones históricas, sorprendente. Un capítulo, en el fondo, de una novedad histórica innegable. Todo un imperio férreamente trabado militar, social, política y jurídicamente se derrumba “pacíficamente” en el curso de pocos meses. Con “el Muro de Berlín” caía simultáneamente “el telón de acero” que había mantenido a Europa partida en dos mitades geopolíticas, culturales e, incluso, simplemente humanas durante más de cuarenta años, finalizada la 2ª Guerra Mundial. La necesidad de una renovada re-ordenación de la convivencia y de la cooperación entre los Estados europeos y entre sus pueblos y culturas era evidente. San Juan Pablo II hace una detallada y luminosa propuesta a partir de la mejor tradición de la doctrina social de sus predecesores en la Sede de Pedro. “Las cosas nuevas”, a las que quiso responder en su día León XIII con su Magisterio Social de la Encíclica “Rerum Novarum”, se habían convertido con los acontecimientos de 1989 en “cosas igualmente muy nuevas” a las que él quería responder, a su vez, con una nueva Encíclica social conmemorando el primer centenario de la de su predecesor, frescos todavía los acontecimientos berlineses del noviembre de 1989. A la distancia histórica de los cien años transcurridos desde “la Rerum Novarum” San Juan Pablo II no sólo reconoce que “la Iglesia se halla ante <<cosas nuevas>> y ante nuevos desafíos” sino que también “el mundo actual es cada vez más consciente de que la solución de los graves problemas nacionales e internacionales no sólo es cuestión de producción económica o de organización jurídica o social, sino que requiere precisos valores ético-religiosos, así como un cambio de mentalidad, de comportamiento y de estructuras”; y asegura con firme certeza que “también en el Tercer Milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino del hombre, consciente de que no peregrina sola, sino con Cristo su Señor. Es él quien ha asumido el camino del hombre y lo guía, incluso cuando éste no se da cuenta”[3]. De igual modo procederá el Papa Francisco al afrontar el fenómeno de la actual crisis y de sus manifestaciones más hirientes, sobre todo la de la pobreza, y al ahondar en el análisis de sus causas últimas, no valiéndose de otra hermenéutica que no sea la ética y la teológica del Magisterio Social de los Papas anteriores. Su primera Encíclica “Lumen Fidei” de 29 de junio del Año 2013, primero de su Pontificado, culmina con el capítulo cuarto titulado “Dios prepara una ciudad para ellos” en el que se enseña: “la fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre puede convivir con los demás… Precisamente por su conexión con el amor la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz… Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza”.[4] Y, en su Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” de 24 de noviembre de ese mismo año, después de dedicar un largo y denso capítulo -el cuarto- a la exposición y aclaración de “la dimensión social de la evangelización” de un realismo socio-político y cultural sin disimulos y rebajas por lo que respecta a la calificación ética de la situación y de un encendido ardor apostólico, concluye con el capítulo quinto dedicado a los “Evangelizadores con Espíritu” invitando a invocarlo “bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sin sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios”[5]
- Después del sucinto recorrido por textos del Magisterio social pontificio de los últimos Papas llegando hasta nuestro Santo Padre Francisco, nuestra pregunta por la crisis del alma se hace ineludible si queremos acercarnos con acierto intelectual y existencial a la raíz -¡quizá la más profunda!- de la crisis que nos aqueja no sólo social, económica y políticamente sino también en los aspectos más fundamentales y naturales de la vida como son las experiencias de la familia, de la amistad, del trabajo, del tiempo libre y de la cultura y educación de nuestros hijos e, incluso, las más íntimamente personales que tienen que ver con el sentido y la razón de ser que queremos dar a nuestro presente personal y a nuestro futuro. Si “la cuestión social” se nos “ha convertido [hoy] radicalmente en una cuestión antropológica”, como enseña Benedicto XVI, y “si no hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin un bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo”[6]¿cómo no va a urgirnos la cuestión teórica y práctica de si no estará actuando entre los factores de la crisis actual (de dimensiones universales; no lo olvidemos) uno principalísimo y fontal que sería y es la crisis del alma?
[1] Benedicto XVI, CV, 76.
[2] Pío XI, QA, 91-95, 135,141-147.
[3] Juan Pablo II, CA, 59,60, 61-62.
[4]Papa Francisco, LF, 50 y 51.
[5] Papa Francisco, EG, 176, 257, 259.
[6] Benedicto XVI, CV, 75-76.
II. LA CRISIS DEL ALMA
Asociar la crisis del alma con la crisis general por la que actualmente atraviesan nuestras sociedades, sobre todo en España y en Europa, podría parecer como algo inédito que responde a una singularidad del momento histórico que estamos viviendo y, por tanto, sin precedentes sociológicos, culturales y religiosos, al menos inmediatos. Y, sin embargo, ¿no se venía arrastrando en la cultura occidental desde hace décadas, cada vez más notoriamente, una crisis del alma? Estimamos que sí. Desde una buena lógica histórica resulta obligado admitir que desde el año 1968, el de “las revueltas” estudiantiles, iniciadas y lideradas por los universitarios franceses desde París, en el mes de mayo de ese año, había quedado abierto un surco cultural, intelectual y religioso que nos ha ido conduciendo hasta a una situación típica de las grandes encrucijadas históricas en las que la comunidad internacional de los pueblos y naciones busca a tientas horizontes para el futuro de la humanidad en todos los campos de la existencia humana: desde los más “materiales” -digamos “materialistas”- a los más íntegramente humanos, culturales y espirituales. ¡Una situación verdaderamente crítica!
¿En qué consistiría, pues, la novedad de lo que llamamos la crisis contemporánea del alma? En primer lugar se trataría de una crisis de lenguaje. Ciertamente, no ha desaparecido del uso más corriente la palabra “alma”, ni en el lenguaje popular ni en el culto de nuestros días. Y tampoco ha sido olvidado del todo su significado antropológico para la comprensión de lo que es el hombre, su ser y su destino. Se puede dudar razonablemente, no obstante, de que haya estado suficientemente presente y operante en la concepción de la relación “hombre-sociedad-historia», a la vista de las consecuencias extraordinariamente negativas para el futuro de la humanidad en paz, en justicia, en solidaridad y en libertad, que han puesto de manifiesto los acontecimientos tan dramáticos que jalonaron las últimas décadas del siglo XX: guerras locales, terrorismo, violencia familiar, aceptación social del aborto, pobreza y hambre en desconocidas magnitudes y en las más variadas y extensas latitudes. Lo que se dirimía hace medio siglo, y sigue dirimiéndose hoy, era y es el futuro de la humanidad en libertad, en justicia, en solidaridad y en paz.
1. La crisis de la palabra “alma”
Es manifiesto que en nuestro lenguaje coloquial y en el literario la palabra alma se usa en múltiples giros que reflejan momentos y aspectos muy característicos de nuestras experiencias de vida más primordiales y populares. Basta recurrir a la consulta del vocablo “alma” en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española para ilustrar lo dicho. Sus acepciones son variadísimas y vivísimas: van desde la recomendación del alma y del padre o cura de almas, pasando por el alma de cántaro, estar con el alma en vilo y dar el alma, hasta llegarle al alma, etc. Con todo, a cualquier observador atento de la realidad social no se le puede escapar el hecho de que haya campos muy significativos y valiosos en el tratamiento y cuidado del hombre y en la vivencia de bienes tan preciados como el de la salud corporal y espiritual en los que el uso de la palabra alma ha perdido fuerza, al menos científica; por ejemplo, en el de la medicina, de la psicología y de la psiquiatría y hasta en el de la teoría y de la práctica pastoral de la Iglesia. Recordemos el pasaje del Evangelio donde el Señor le dice a sus discípulos que le importa al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma. En la nueva versión española de los libros litúrgicos ha sido sustituida por “vida”.
Sea lo que fuere, no parece que la palabra «alma» y su significado tradicional ocupen hoy un puesto mínimamente destacable ni en la atención de los medios de comunicación social ni en la mentalidad más corriente entre los ciudadanos. ¿A quién preocupa el bienestar del alama o, al menos, su salud? ¿Es que hay alma? ¿El hombre tiene alma? Si se formulase la pregunta más penetrantemente sobre si tiene el hombre un alma que salvar, ¿Cuál sería la respuesta del ciudadano medio? Y cómo hay que atender el cuidado del alma: ¿como un bien solamente individual y particular o también como un valor social?
2. La crisis del significado de la palabra alma.
Cuando se pierde o se diluye el uso de una palabra o de una expresión popular en el habla común y, con mayores consecuencias, en el lenguaje culto, literario y, sobre todo, en “el mediático” sucede que su significado ha perdido, en realidad, valor para configurar la existencia personal y colectiva, y que no solo ha desaparecido o menguado el interés por conocer su verdad sino que, además, se la está negando y/o cuestionando radicalmente. Con el agravante, en el caso del significado de la palabra alma, de que lo que con ella se debate es la verdad misma del hombre: la verdad de cada uno de nosotros y la de toda la humanidad tanto si se la considera en sí misma como si se la examina referida al tiempo: presente, pasado y, sobre todo, futuro. Es decir, la historia misma en su primigenia raíz antropológica y en su fundamento real es la que se encuentra en entredicho.
Como es bien sabido, la preocupación por el hombre ha centrado en una predominante medida la atención del pensamiento y de la cultura de las sociedades modernas y contemporáneas en el contexto euro-americano de los siglos XIX y XX de nuestra era. Lo que implicaron de drama -cuando no de tragedia- las dos Guerras Mundiales -muy especialmente, la Segunda- representó para la conciencia de toda la humanidad -si bien con una singular relevancia para la conciencia de Europa- un lacerante revulsivo que la obligó inaplazablemente a un replanteamiento de la verdad del hombre. Un replanteamiento riguroso intelectualmente y auténtico y sincero existencialmente, capaz de producir efectos sanadores en la vida particular y social de sus ciudadanos. Descubrir de nuevo al hombre en su originalidad constituyente como persona, es decir, como un ser personal, fue el gran “leit-motiv” en el que confluyó la práctica totalidad de las grandes líneas del pensamiento científico, filosófico e, incluso, teológico europeo en torno a los años cincuenta y sesenta del pasado siglo XX. Urgía superar en el terreno de los principios físicos y metafísicos toda la especie de los materialismos dialécticos e históricos y de los racismos biologicistas que con resultados tan catastróficos habían imperado en la opinión pública y en la política europea a través de los sistemas sociales y políticos totalitarios -nacionalista y soviético- que el mismo devenir de los acontecimientos iría arrinconando -al parecer- hasta su total derrota. ¿Sería ese el definitivo efecto histórico que habría que atribuir a la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989? Por citar algunos nombres muy relevantes en el desarrollo de ese proceso cultural, filosófico y teológico de “recobrar” al hombre en todo lo que integra y constituye su innata e inviolable dignidad personal, iríamos con un recuerdo agradecido de D. José Ortega y Gasset y D. Miguel de Unamuno a D. Julián Marías; de Romano Guardini a Henri de Lubac, Hans U. von Balthasar y Joseph Ratzinger; del Padre Arintero a D. Olegario González de Cardedal.
Se trata de un pensamiento antropológico que “lo re-encuentra” y “lo define” como “un quien” y no como “un que” o “una simple cosa”. El hombre es un ser personal, dotado de memoria, entendimiento y voluntad: ¡libre! ¡protagonista y responsable de sus actos y, en definitiva, de su vida y destino! Lo que lo vertebra esencial y existencialmente es “el corazón”: “su entraña” espiritual, ¡su alma! Si se desecha el concepto de “el alma” espiritual como “la forma” que “lo configura” invisible y visiblemente, espiritual y corporalmente, subsistente en sí misma, aunque ordenada a una unidad con el cuerpo compuesta de dos elementos que se ordenan complementariamente el uno al otro con el resultado substancial de la persona humana individual -no obstante, abierta por esencia a la relación interpersonal con el otro- se desdeña y se pierde la verdad del hombre. Se carecería de la luz objetiva y subjetivamente imprescindible para acertar con el establecimiento del recto orden de la sociedad y de la familia humana y, lo que es peor, se frustraría la esperanza de la vida con vocación de eternidad. Puesto que se estaría negando la inmortalidad de alma humana y, negada ésta, se estaría, indefectiblemente, negando la posibilidad metafísica de la futura resurrección del cuerpo. Es decir: se estaría cerrando herméticamente el horizonte de la vida y de la felicidad eternas. Y se haría imposible, por supuesto entender al hombre como “imagen de Dios” creado con una capacidad intrínseca de poder llegar a ser hijo de Dios y hermano de los demás hombres. No hay que engañarse: la crisis metafísica -“meta-antropológica”-[1] del alma incluye irremediablemente la crisis de la relación del hombre con Dios o, dicho de otro modo, la crisis de la oración. El Concilio Vaticano II -el próximo 8 de diciembre se conmemorará el 50º Aniversario de su solemne clausura en la Basílica de San Pedro- enseñaba clarividentemente: “No se equivoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas temporales y no se considera sólo una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. Pues, en su interioridad, el hombre es superior al universo entero; retorna a esta profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde Dios que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre su propio destino. Por tanto, al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz procedente sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el contrario, alcanza la misma verdad profunda de su realidad”[2].
III. LA CRISIS DE LA ORACION
¿En crisis el alma…? vale preguntar. Si fuese así, se estaría dando y se dará con férrea necesidad crisis de la oración o, lo que es lo mismo, quedaría entre paréntesis la solicitud por la relación con Dios, por no decir que quedaría abandonada totalmente. Al silenciar, por las razones que sean, en el discurso personal o social de la vida los ecos de la propia alma -de sus necesidades, de sus anhelos y vivencias más profundas-, el hombre se olvida de que “su autonomía” en el ser y en el obrar no es absoluta; de que depende de “Otro” y de que, al labrarse su destino a través del espacio y del tiempo -sobre todo en su recta final-, depende de “ese Otro”; perdería la conciencia de que de “ese Otro” depende su destino eterno. Por lo tanto, al acallar el hablar del alma, le pasará desapercibido un dato esencial para la comprensión correcta de sí mismo: el de que su libertad, aparte y más allá de sus condicionamientos físicos, corporales, piscológicos y sociales, no es absoluta y, menos, omnipotente. Cuando esto le sucede, rechaza o rehusa caer en la cuenta de su “menesterosidad” no sólo física, sino, sobre todo, espiritual. Al hombre le puede y le pierde el orgullo al negarse a reconocer que comete fallos y, muy obstinadamente, que ha pecado y que peca. Cuando su estado interior se encuentra dominado así por los efectos de la crisis del alma, resulta obvio que no sabrá orar y, menos, en la forma de petición y de súplica. No querrá rogar nada a nadie, ni a aquel siquiera de quien dependen su bien verdadero y todos los bienes parciales que lo integran: bienes del alma y bienes del cuerpo, bienes personales y el bien de todos: ¡el bien común!
En los años sesenta del siglo pasado el P. Jean Daniélou S.J., uno de los grandes teólogos del Concilio Vaticano II, creado Cardenal por S.S. el Beato Pablo VI, publicó un libro muy sugerente sobre la oración como problema político que provoco una llamativa polémica, como no podía ser menos en aquel ambiente eclesial y social tan influenciado por los primeros pasos de la aplicación de las enseñanzas y decretos conciliares, tan tormentosa, y por el debate suscitado por la incipiente teología de la liberación. En el fondo de la cuestión suscitada latía el problema de acertar con las actitudes y el comportamiento de los individuos y de los grupos sociales que propician o, “a contrario”, obstaculizan el bien común[1] y en qué medida, por la misma naturaleza de las cosas, se necesita de la oración para poder alcanzarlo y realizarlo. No dudó Benedicto XVI en responder positivamente a la pregunta al culminar su Encíclica “Caritas in Veritate” afirmando: “El desarrollo -la superación de “la crisis”- necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es resultado de nuestro esfuerzo, sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo -la superación de “la crisis”- conlleva atención a la vida espiritual”[2]. Con él coincide el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”: “los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión es como <<levadura>> en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian”[3].
Las crisis históricas, en último término, o bien se resuelven espiritualmente o no se resuelven. O, lo que viene a significar lo mismo, las debilidades del alma ante los grandes retos que las culturas y las sociedades en crisis plantean al hombre, es decir, las debilidades espirituales, sólo son superables por la oración. No hay otra fórmula eficaz para vencer en verdad esas crisis que no sea la de la oración. Esas crisis, por otra parte, propician, acompañan y reflejan, sin excepción, estados de crisis moral en las conciencias.
“Los signos” del actual momento histórico, que estamos viviendo, hablan inequívocamente de la necesidad de muchos “talentos” en los más diversos órdenes de la vida; y, quizá en primer lugar, de la urgente necesidad del “talento de la oración”. Ya lo advertía Santa Teresa de Jesús a sus hermanas del Carmelo de San José: “Querríalas mucho avisar que miren no escondan el talento, pues que parece las quiere Dios escoger para provecho de otras muchas, en especial en estos tiempos que son menester amigos fuertes de Dios para sustentar los flacos; y los que esta merced conocieren en sí, téngase por tales, si saben responder con las leyes que aun la buena amistad del mundo pide; y si no, como he dicho, teman y hayan miedo no se hagan a sí mal, y plega Dios sea a sí solos”[4].
[1] Jean Denielou, Oración y politica, Barcelona 1966.
[2] Benedicto XVI, CV, 79.
[3] Papa Francisco, EG, 283.
[4] Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, Cap. 15,5.
IV. LA CRISIS DE LA CONCIENCIA
En un coloquio celebrado en la Academia Católica de Baviera el 19 de enero de 2004 entre el entonces Cardenal Joseph Ratzinger Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Prof. Jürgen Habermas, el último gran maestro de “la Escuela de Frankfurt, se abordó en directo este problema en toda su vigencia y con todo su significado histórico. Su repercusión en los foros más influyentes del pensamiento y de la cultura política y jurídica perdura hoy día. Ambos pensadores coinciden: en el diagnóstico de la situación ideológica, en la preocupación por el futuro del Estado libre y democrático de derecho y en la necesidad de reconocer en la teoría y en la práctica que han de ser respetados sus fundamentos pre-políticos. El Cardenal Ratzinger añadiría al adjetivo “pre-político” él de “moral”. Sí, es urgente, en su opinión, que se asegure el respeto y la salvaguarda de esos principios pre-políticos y morales que no sólo permiten la existencia de la forma libre, social y democrática del Estado de Derecho, sino que, además, ayudan a apuntalar “la consistencia del mundo” -“was die Welt zusammenhält”-, en expresión que encabeza el título de su ponencia. Ambos autores parten del reconocimiento de lo que Habermas califica como “el Teorema Böckenförde”, en referencia al Magistrado del Tribunal Constitucional alemán que en un artículo sobre el Estado como resultado del proceso de secularización general de la cultura, -muy conocido y frecuentemente citado desde los años sesenta del pasado siglo- sostiene la tesis de que éste se mantiene siempre de “fuentes pre-políticas”, anteriores a él mismo y que, antropológicamente hablando, no había producido ni podría producir nunca. Los dos intervinientes en el coloquio comparten la opinión de que apremia neutralizar la amenaza de ruptura de los vínculos sociales y morales que han unido hasta este momento a los ciudadanos de los actuales pueblos y naciones de Europa y de que no se puede demorar más la búsqueda de un camino pedagógicamente claro y moralmente responsable para re-construir un consenso social general en torno a los presupuestos pre-políticos de la democracia. Para ambos profesores sólo se conseguiría -como condición “sine qua non” de su viabilidad práctica-, si en ello se implican con decisión firme, además de los católicos, los cristianos de otras confesiones y los cultivadores laicos de un auténtico humanismo no cerrado por principio a la trascendencia[1]. Transcurridos ya once años desde el Coloquio de Munich, ¿valdría un discurso distinto del de la recuperación del “alma” o de la superación de la crisis del alma? A la vista del momento actual socio-político, cultural y ético de nuestras sociedades, entendemos que no.
[1] Cfr. J. Habermas – J. Ratzinger, Dialectik der Säkularisierung, Freiburg-Basel-Wien 2005.
La crisis del alma implica ¡con-lleva! una crisis de oración y, como hemos visto, ineludiblemente, una crisis de la conciencia moral. Si el hombre no se reconoce como un ser personal en razón de su naturaleza espiritual-corporal al tener un alma subsistente e inmortal, que trasciende a “su circunstancia” e, incluso, a su propio “yo”, proyectándolo a la relación existencial con “un tu” y, consiguientemente, con “un nosotros” en virtud de su propio dinamismo personal; en una palabra, si no se reconoce como persona abierta trascendentemente a los otros hombres y a Dios, se constituirá a sí mismo, a sus intereses y conveniencias, como el único criterio de lo que es verdadero y bueno a la hora de tomar conciencia de lo que debe pensar, querer y obrar. La medida de la rectitud de sus acciones será él mismo: lo que decida independientemente de cualquier otra instancia objetiva -su naturaleza, Dios- que pueda determinar la verdad de su ser y de su vida de modo accesible al conocimiento de la razón y, por lo tanto, capaz de garantizarle su bien verdadero. Si la persona humana individual pretende erigirse en la instancia última de determinación de la bondad de sus acciones, es decir, de su conducta moral, la convivencia se hará imposible y el más irracional anarquismo estará servido. Más aún, si pretende conseguir ese propósito por la vía del poder económico, social, cultural y político, el peligro de la tiranía totalitaria quedaría consumado. En todo caso, en cualquiera de las dos hipótesis formuladas, se produciría en la conciencia humana la sustitución de la verdad de la naturaleza personal del hombre -¡de su alma!- y de la verdad de Dios por la categoría del “poder” como la medida objetiva del bien.
El siglo XX es el tiempo en el que han sido desoladoramente evidentes las consecuencias extraordinariamente funestas para el hombre y la humanidad que trae consigo el relativismo moral. Con una clarividencia verdaderamente profética Romano Guardini se hizo eco, como pocos, del abismo al que se ve abocada la humanidad cuando el hombre se entrega “al poder”, máxime cuando sus proporciones alcanzadas por la vía de la ciencia y de su aplicación tecnológica, -que no se detiene ni ante las fuentes mismas de la vida humana-, son tan colosales; como se había puesto de manifiesto tan dramáticamente en la Segunda Guerra Mundial. Poder físico, biológico, psicológico, cultural y mediático, político… Con el título “Sorge um den Menschen” -“Preocupación por el hombre”- se recogen en dos tomos publicados en 1962 y 1966 sus ensayos intelectualmente más agudos en torno a la problemática del poder. Ya en 1957, en el contexto político-cultural de la nueva Alemania Federal y de “su milagro económico”, advierte de la existencia del peligro de que se pueda estar fomentando e, incluso, creando paradójicamente “una cultura” en el sentido objetivo y universal de la expresión -todo lo que el hombre opera hacia fuera de sí mismo en cualquier ámbito de su existencia individual y/o social es “cultura”, según él- que derive en una nueva y mayor amenaza -“Gefährdung”- para el futuro de la humanidad que la que se había acabado de vivir entre 1939 y 1945. Al dominio de la energía nuclear por parte del hombre había que añadir el no menos poderoso y creciente de la genética y de la psiquiatría. En todo caso, se permite alertar sobre el riesgo de “ambigüedad” ética que se cierne sobre la autenticidad del valor de cualquiera obra o empresa humana, solamente por serlo. Más aún, le preocupa lo que él llama “la defectuosidad del hombre actual” -“die Unvollständigkeit des heutigen Menschen”-. en el uso y manejo del inmenso poder alcanzado. Lo ve amenazado al constatar que se está olvidando al “hombre interior” en los contextos privados y, sobre todo, públicos de la vida. La suerte, a la que se expone el hombre contemporáneo, “menos-preciando” su mundo interior -diríamos nosotros: su alma- es el de quedarse en ser y en vivir como “un hombre incompleto” -“ein unvollständiger Mensch”-. Para alejarle del trance de caer de nuevo en la tentación de un uso inhumano del poder, como ocurrió tan trágicamente en la primera mitad del siglo XX, le recomienda dos remedios “políticamente” nada habituales, incluso, extraños al activismo predominante en los estilos de vida de la sociedad contemporánea: retiro-vida interior y ascesis[1]. Romano Guardini escribía en los años 1955 y 1957.
La evolución ulterior de la conciencia moral, alcanzado ya el umbral del Tercer Milenio, ha ido en la dirección de una progresión cuantitativa y cualitativa de la afirmación del principio del relativismo moral o ético como el único criterio social y políticamente correcto de moralidad. En contraste -por no decir, en oposición- con lo que estaba sucediendo de cambio histórico en el pensamiento más solvente y en la mejor cultura del momento, caracterizada por un denodado compromiso personalista en coherencia existencial con lo que acontecía con la caída del “Muro de Berlín” y, con él, de todo el sistema militar y socio-político de la Unión Soviética. En su famosa homilía en la Eucaristía de la solemne apertura del Cónclave, en el que iba ser elegido Papa, el Cardenal Joseph Ratzinger expresó lúcidamente que la situación de la conciencia moral, sociológicamente imperante, debería ser definida como la del éxito de la “dictadura del relativismo”. Usando la cosmovisión y el lenguaje de Romano Guardini no sería obligado preguntarse: ¿nos encontraremos en la actualidad ante un renovado triunfo sociológico de la categoría de poder sobre la de la verdad y del bien? Y a continuación se haría lógicamente inevitable el preguntarse, además, si con este trasfondo de una ética puramente relativista es posible un orden jurídico auténticamente democrático que salvaguarde la dignidad de la persona humana, sus derechos fundamentales, las instituciones primarias y originarias que la sustentan y que sea capaz de promover y de custodiar el bien común.
[1] Cfr. Romano Guardini, Sorge um den Menschen, Bd. 1, Mainz-Paderborn 19884 14ss. y 39ss; especialmente 61 y ss. Muy interesantes para conocer más completamente el pensamiento de Romano Guardini sobre “el poder” son dos monografías que recogen sus lecciones en las Universidades de Tübinga y de Munich los cursos 1947/48 y 1949 respectivamente, publicados en un solo volumen en 1986: Das Ende der Neuzeit10. Die Macht7, Mainz-Paderborn 1986.
En un coloquio celebrado en la Academia Católica de Baviera el 19 de enero de 2004 entre el entonces Cardenal Joseph Ratzinger Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Prof. Jürgen Habermas, el último gran maestro de “la Escuela de Frankfurt, se abordó en directo este problema en toda su vigencia y con todo su significado histórico. Su repercusión en los foros más influyentes del pensamiento y de la cultura política y jurídica perdura hoy día. Ambos pensadores coinciden: en el diagnóstico de la situación ideológica, en la preocupación por el futuro del Estado libre y democrático de derecho y en la necesidad de reconocer en la teoría y en la práctica que han de ser respetados sus fundamentos pre-políticos. El Cardenal Ratzinger añadiría al adjetivo “pre-político” él de “moral”. Sí, es urgente, en su opinión, que se asegure el respeto y la salvaguarda de esos principios pre-políticos y morales que no sólo permiten la existencia de la forma libre, social y democrática del Estado de Derecho, sino que, además, ayudan a apuntalar “la consistencia del mundo” -“was die Welt zusammenhält”-, en expresión que encabeza el título de su ponencia. Ambos autores parten del reconocimiento de lo que Habermas califica como “el Teorema Böckenförde”, en referencia al Magistrado del Tribunal Constitucional alemán que en un artículo sobre el Estado como resultado del proceso de secularización general de la cultura, -muy conocido y frecuentemente citado desde los años sesenta del pasado siglo- sostiene la tesis de que éste se mantiene siempre de “fuentes pre-políticas”, anteriores a él mismo y que, antropológicamente hablando, no había producido ni podría producir nunca. Los dos intervinientes en el coloquio comparten la opinión de que apremia neutralizar la amenaza de ruptura de los vínculos sociales y morales que han unido hasta este momento a los ciudadanos de los actuales pueblos y naciones de Europa y de que no se puede demorar más la búsqueda de un camino pedagógicamente claro y moralmente responsable para re-construir un consenso social general en torno a los presupuestos pre-políticos de la democracia. Para ambos profesores sólo se conseguiría -como condición “sine qua non” de su viabilidad práctica-, si en ello se implican con decisión firme, además de los católicos, los cristianos de otras confesiones y los cultivadores laicos de un auténtico humanismo no cerrado por principio a la trascendencia[2]. Transcurridos ya once años desde el Coloquio de Munich, ¿valdría un discurso distinto del de la recuperación del “alma” o de la superación de la crisis del alma? A la vista del momento actual socio-político, cultural y ético de nuestras sociedades, entendemos que no.
[1] Cfr. Romano Guardini, Sorge um den Menschen, Bd. 1, Mainz-Paderborn 19884 14ss. y 39ss; especialmente 61 y ss. Muy interesantes para conocer más completamente el pensamiento de Romano Guardini sobre “el poder” son dos monografías que recogen sus lecciones en las Universidades de Tübinga y de Munich los cursos 1947/48 y 1949 respectivamente, publicados en un solo volumen en 1986: Das Ende der Neuzeit10. Die Macht7, Mainz-Paderborn 1986.
[2] Cfr. J. Habermas – J. Ratzinger, Dialectik der Säkularisierung, Freiburg-Basel-Wien 2005.
CONCLUSION
¿Cómo responder, pues de forma plenamente humana y socialmente responsable a la crisis del alma con todas sus secuelas de maltrato de la dignidad de las personas y de desatención y de abandono del bien común, que tanto afecta a los más indigentes y desfavorecidos de nuestra sociedad? Permítanme recurrir a un pasaje, ya imborrable, del discurso de San Juan Pablo II, en el acto Europeísta de la Catedral de Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, al concluir sus casi diez días de su viaje apostólico a España, de inolvidable y emocionante memoria, exactamente siete años antes del día 9 de noviembre de 1989, el día en que se derrumbó “el oprobioso” Muro de Berlín.
“Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: “lo puedo”[1]. Sí, Europa y España pueden y deben recuperar “su alma”.