Nuestra crisis no es sólo política, económica, intelectual, moral y educativa. La crisis es ya de supervivencia, de ser o no ser. No se trata de curar este o el otro síntoma, de acertar en uno u otro diagnóstico. Se trata de salvar la vida del paciente. Despojada de Cataluña, del País Vasco o de cualquiera de sus regiones, España ya no sería España. No hay aquí nada de pesimismo, ni, desde luego, de optimismo. Hay realismo, un puro atenerse a la realidad.
Debemos distinguir entre verdades, falsedades y mentiras. Prescindiré, en principio, de estas últimas por la intencionalidad que entrañan. Mentir consiste en decir lo falso con intención de engañar. Trataré de desvelar algunas falsedades (que, en ciertos casos, pueden ser puras mentiras). Juzguen otros las intenciones. Me limitaré a las falsedades.
Primera. La destrucción de la unidad nacional no puede ampararse nunca en la Constitución, porque ésta se fundamenta en aquélla. Si se destruye la unidad nacional, se destruye el fundamento de la Constitución. Ni siquiera mediante el procedimiento de reforma constitucional. Ni siquiera mediante un referéndum de toda la nación. Ni siquiera por una mayoría abrumadora parlamentaria.
Segunda. No cabe un procedimiento de reforma política democrática que conduzca al secesionismo, a la ruptura de la unidad nacional. La soberanía nacional puede destruirse a sí misma, pero no decretar la destrucción de la unidad nacional, que está jurídicamente (y moralmente) por encima de ella. No es posible, pues, algo así como un secesionismo legal. Ni siquiera, aunque lo decidieran la abrumadora mayoría de los españoles. La reforma del artículo 2 de la Carta Magna no sería una mera reforma de la Constitución, sino su pura destrucción. No hay un secesionismo democrático y legal. Todo secesionismo es ruptura, golpe de Estado, destrucción del orden constitucional. Por fin, el presidente del Gobierno ha empleado el término que parecía tabú. Estamos ante un intento de golpe de Estado, por más que pueda no ser cruento y perpetrado a plazos.
Tercera. No es legítimo dialogar acerca de todo. Existen límites para un diálogo legítimo. ¿Cabe un diálogo entre golpistas y constitucionalistas? ¿Se puede negociar sobre lo que es injusto o inmoral? ¿Cabe convencer o contentar a quien no está dispuesto a dejarse convencer ni contentar? ¿Cabe el diálogo cuando una parte plantea una reivindicación ilegal, innegociable e inamovible? ¿Cabe convencer con argumentos racionales a quien ha llegado a una convicción por caminos irracionales? Puede resultar pretencioso, pero hay ocasiones en las que no se puede dialogar, sino sólo corregir o reprender.
Cuarta. Queda claro de lo anterior que ni, por ejemplo, el 90 por ciento de los votantes catalanes, ni, por cierto, de los españoles, podrían decretar legalmente la secesión. Lo que ya resulta grotesco es que menos del 50 por ciento de los votantes catalanes pretendan decidir la independencia forzosa. Insisto. Aunque la mayoría de los catalanes desearan la independencia, ésta sólo sería posible al precio de la destrucción de la Constitución. Sería una aberración que la aprobación de las leyes orgánicas requiera una mayoría cualificada y para la destrucción del fundamento de la Constitución bastara una minoría mayoritaria de una determinada región.
Quinta. Es absolutamente falso que Cataluña haya sido una nación invadida y sojuzgada por España. Por el contrario, siempre ha sido, desde la época romana, parte de Hispania. Por lo demás, la verdad de las tesis de los independentistas hablaría muy mal de la gallardía de un pueblo sometido secularmente a otro. Los nacionalismos catalán, vasco y gallego son fruto oportunista de un momento postrado de la historia de España, en el siglo XIX, y de una propaganda plagada de falsedades. Por eso, los nacionalismos necesitan falsear la historia y manipular la educación. Para ello, han contado con la colaboración, acaso involuntaria, de muchos españoles, principalmente políticos, que han hecho dejación de sus deberes patrióticos. La entrega a las autonomías, no tanto de las competencias organizativas en educación, como de la determinación de los contenidos educativos, ha sido acaso el mayor error político de las últimas décadas. Por otra parte, ha sido deplorable la adopción de lo que podríamos calificar como una estrategia Chamberlain, según la cual había que ceder para evitar el conflicto, pensando que el separatismo se aplacaría con concesiones y más concesiones. No ha sido así. El victimismo nacionalista es insaciable. Cuanto más recibe, más exige.
No existe mayor traición a una nación que la que perpetran quienes aspiran a destruirla desde dentro. ¿Qué se puede, qué se debe hacer, ante esta amenaza a la supervivencia nacional? No es difícil determinarlo: aplicar en su integridad la Constitución, la fuerza legítima del Estado. El Estado no es una organización vagamente filantrópica, sino la institución que tiene encomendado el uso de la violencia legítima. Un Estado no es sólo fuerza. El poder, en situaciones normales, no descansa nunca en la fuerza. Pero no hay Estado sin fuerza, sin la fuerza de la razón, la libertad y la justicia. Ahora, en el siglo XVII, o en la Roma republicana. El Estado no es una sociedad de seguros mutuos, ni sólo el aplicado gestor de la economía nacional. Cuando abdica de su misión, es sustituido por otros poderes, nunca legítimos. El poder aborrece el vacío.
Vivimos una situación de emergencia nacional. No nos jugamos un Gobierno mejor o peor, una oposición más digna, eficaz o indecente, un mayor o menor grado de corrupción, una Justicia más o menos independiente, la supervivencia o defunción de la clase media, la prosperidad o la miseria, unos medios de comunicación decentes o abyectos, la lucha contra la pobreza, el socialismo o el liberalismo, la derecha o la izquierda. Lo que está en juego es la supervivencia de la nación española. Nada menos. Como diría Julián Marías, España está en nuestras manos, y por mí que no quede.
Ignacio Sánchez Cámara