La vocación aflora en nuestra juventud. A veces ya en la adolescencia y una vez surgida y afincada en nuestro cerebro, constituye la marca en toda la vida del ser humano. El orador, el político, el empresario y muchos profesionales que destacan en la vida pública han de ser muy cuidadosos con la utilización del uso de las palabras. Con ellas han de transmitir sus teorías, pensamiento y dotes cualificadas de su formación intelectual.
El lenguaje nos hace pensar cómo expresarnos para convencer al oyente o a los oyentes. La necesidad humana de pensar, parte del supuesto de que la actividad pensante se encuentra entre aquellas energías, que como tocar la flauta, tienen su fin en sí mismas y no dejan ningún producto acabado que sea tangible en el mundo.
Tenemos pasión por escuchar, por ver, por oír, sed de conocimiento en los líderes que nos gobiernan, en los empresarios que dirigen nuestras empresas, industrias, bancos, sociedades y en las personalidades destacadas de nuestra sociedad. Deseamos vehementemente sed de conocimiento. Me parece tan evidente que no necesita documentarse. Incluso en la gramática de la lengua griega, fue la actitud básica de los griegos frente al mundo. En el discurso todo lo que aparece armónico, convence.
El orador ha de tener en cuenta en primer lugar que va a ser contemplado y admirado. Lo que lleva a los hombres a una posición de admiración o de contemplación es el kalon, la pura belleza de las apariencias, añadiendo que la idea superior del bien resida en lo más luminoso del ser que es la virtud humana. Como en las artes, la oratoria humana debe brillar por sus propios méritos. Aristóteles atribuyó a los griegos la facultad del logos, el discurso razonado.
Opinar es decir algo en mi sentir. Pero este decir mismo, no hay que tomarlo como una oración de indicativo, sino como un “hablar”. Al hablar decimos las cosas, pero decimos esto y no otra cosa, porque una especie de voz interior nuestra, nos dice lo que queremos transmitir.
El logos es pues fundamentalmente una voz que dicta lo que hay que decir. En cuanto tal, es algo que forma parte del sentir mismo, del sentir íntimo, pero a su vez es la voz de las cosas. Nos dicta su ser y nos lo hace decir. Todos los hombres despiertos tienen un mismo mundo. El hablar del hombre despierto no es la pura locuacidad del dormido, sino que es la frase como portavoz de las cosas.
El hombre despierto es el portavoz de las cosas.
Dado que los hombres aparecen en el mundo de las apariencias, necesitan espectadores, y aquellos que acuden como espectadores a la fiesta de la vida tienen numerosos pensamientos de admiración que se expresan en palabras,
Píndaro, en el perdido poema a Zeus tuvo que haber subrayado tanto en el aspecto subjetivo como en el objetivo, estas experiencias del pensamiento: si se priva a los hombres de elogios, su belleza pasa desapercibida.
En el universo de la educación las nuevas generaciones han de estar preparadas. Para ello hay que defender el estudio de la literatura.
En esos primeros años de nuestras vidas, es fundamental estudiar a los clásicos. Es en esos primeros mundos cuando se descubren, los primeros recuerdos guardados. Son los momentos que trazan el camino por el amor a las palabras y por todas las cosas que nos van a impresionar, por el que la literatura va a discurrir hasta el punto de proporcionarnos material para la creación.
Hay que defender la tesis de la búsqueda y la inquietud de las gratificaciones del descubrimiento, en el universo de las palabras. Se trata en la oratoria de descubrir motivos aplicados a la filosofía de nuestro tiempo. El empleo de los vocablos nos interesa desde las cosas y no desde teorías ya hechas. Es apremiante transmitir los motivos esenciales de la filosofía madura que ha predeterminado el curso ulterior del pensamiento humano.
Por ello, podrán caer torres, abatirse murallas, pasar los hombres. Pero lo que semeja más fugaz, la palabra, esas palabras, “divinas palabras” que cifran el espíritu y el misterio de la vida, perdurarán frescas, trémulas, intactas, definitivamente inmortales, como el último y mejor testimonio del orador para la eternidad.
Conchita García-Polledo
Filóloga